jueves, 12 de diciembre de 2019

GALILEO GALILEI


Se trata aquí de una cuestión sobre la que aún no se han puesto de acuerdo los eruditos, los estudiosos de la historia de la ciencia, y de la historia en general. ¿Qué sentido y significado tiene que, una vez los antiguos griegos hubieron realizado tales descubrimientos y avances (diríamos hoy en día) en ciencia, ese “progreso” se detuviera y desapareciera, cayera en el olvido, en Occidente, para no reaparecer hasta muchos siglos después, ya en pleno Renacimiento, con las figuras de Copérnico, Galileo, Kepler, Tycho Brahe, principalmente? ¿Fueron realmente todos esos siglos perdidos, tirados a la basura de la historia, un retroceso que no aportó nada a la cultura y a la evolución del mundo? Habrá gente que defienda esta posición radical. La cuestión es que para pensar de tal manera, es preciso, de entrada, conceder un valor nulo a todas las transformaciones culturales, ideológicas, sociales y económicas que supuso el Cristianismo, más allá de los valores espirituales, subjetivos, ABSOLUTOS, que esta religión pudo aportar a la sociedad de su tiempo (junto a tantos retrocesos e incongruencias, intolerancia, injusticias y barbaridades de unos tiempos de por sí salvajes, crueles y bárbaros).

Pero todo ello no implica que el cristianismo no fuera un poder de transformación (aunque no del todo entendido en su verdadera esencia), necesario e imprescindible en Occidente para llevar al mundo a un “Renacimiento”, en todo el significado que ese término implica. Cuando el Cristianismo, allá por el siglo III, comenzó a pasar de ser perseguido a ser perseguidor, con el edicto del emperador Constantino que lo protegía y toleraba como una religión más del Imperio Romano, para convertirse años más tarde en la única religión oficial con Teodosio I, toda la actividad filosófica y científica que pudiera quedar a estas alturas en la sociedad romana quedó detenida en la parte oriental del imperio, Bizancio, y poco después arrasada en la parte Occidental por la invasión de los pueblos bárbaros, aunque se conservó en parte tras la invasión del Islam, desarrollándose con arreglo a su idiosincrasia.

Pero la Nueva ciencia no nació en el Islam, aunque este sí tuvo influencia en la Edad Media en cuanto a la recuperación de la cultura clásica, los textos de los filósofos antiguos (aunque no los originales), y sobre todo la recuperación de la astronomía, la astrología, medicina y matemáticas. No olvidemos que el sistema de numeración que hoy conocemos llegó a Europa a través de los árabes (el cero, los nueve símbolos numéricos indo-arábigos y el sistema numérico decimal). Ello fue una contribución fundamental, ya que la medición y la matematización de los fenómenos está en la base de lo que luego será la Nueva Ciencia. Los cálculos con números romanos, por ejemplo, eran mucho menos rápidos, eficientes e intuitivos que los realizados con el sistema de cifras indo-árabes). Estos símbolos, como su nombre indica, fueron tomados por los árabes de la cultura india. Pero el caso es que la Nueva ciencia no surgió y se desarrollo en la India, ni en China, ni en los países árabes, sino en la Europa Cristiana. ¿Por qué fue así?

Seguramente se podrían encontrar muchas explicaciones parciales, pero la que las englobaría a todas es que la “cultura occidental” es la que estaba sometida a unas mayores tensiones transformadoras, por lo que era la cultura más dinámica de entre las que la rodeaban (la Bizantina, el mundo árabe), y también de las más lejanas (China, India, etc.). El desprecio del Cristianismo por el mundo sensible en su búsqueda de un ABSOLUTO, que trascendiera y estuviera por encima del cuerpo y lo corpóreo, las pasiones, las cosas de la naturaleza, e incluso los dioses paganos, que eran identificados  y animados a partir de ella, hicieron de esta religión algo especialmente peculiar. Ya el propio Jesús se había desvinculado de las cosas del mundo: “Mi Reino no es de este Mundo” había manifestado, o también “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios”, diferenciando así el plano espiritual del de la realidad objetiva. También Tertuliano, uno de los Padres de la Iglesia en los primeros siglos del Cristianismo había dicho: “Creo porque es absurdo”. No tuvo el cristianismo un fácil encaje en la cultura griega, por la que se propagó, pero lo sorprendente es que sí tuvo un encaje intelectual, cosa impensable con los dioses del panteón griego  romano, y otros importados de otras regiones y países más exóticos, que escapaban a ser integrados en los esquemas de la filosofía al resultar completamente irracionales. Este intento de comprensión intelectual del Cristianismo fue la causa de las primeras divergencias entre las comunidades cristianas de los `rimeros siglos, que dieron lugar a los primeros concilios y a las primeras herejías.

Pero es San Agustín, en su obra “La Ciudad de Dios” quien sienta en el siglo V, poco después del saqueo de Roma por los godos de Alarico, las bases y el significado de la verdadera visión, el gran proyecto del cristianismo. Agustín diferencia entre dos ciudades: la Ciudad de Dios y la ciudad del Mundo. La primera está formada por los fieles, los que ya gozan a la diestra de Dios padre en el otro mundo, pero también aquellos que en éste están de paso, peregrinando, para llegar a alcanzar la verdadera perfección y bondad de los justos, y así hacerse dignos de ser escogidos por Dios para formar parte de los bienaventurados a los que les está destinado el Cielo, la dicha suprema, la contemplación de Dios (es aquí interesante destacar la gran abstracción espiritual y mística que supone el Cielo cristiano en comparación con la mucho más sensible del Cielo musulmán). La otra Ciudad, la Ciudad del hombre, es la que está formada por los paganos y los no bautizados, y también todos aquellos que formando parte de la Iglesia, están dominados por las pasiones y el pecado, y tienen sus intereses puestos en las cosas y cuestiones de este mundo imperfecto, olvidando así el interés supremo de poner por encima el amor de Dios, siguiendo sus leyes y mandamientos, sus enseñanzas, así como el ejemplo de Cristo, santificándose a los ojos del Señor y ateniéndose siempre a la verdad revelada. La Ciudad de Dios apunta pues a una comunidad que tiene su último fin puesto en la salvación y en la consecución de un ABSOLUTO, anticipado ya en este mundo gracias a la gracia de Dios que les permite vivir en la espiritualidad. El desprecio de las cosas de este mundo va a ser pues e medio para escapar al pecado, y alcanzar una condición superior.

Nos encontramos pues como con Platón en su “Teoría de las Ideas” con la imperfección del mundo sensible frente a la perfección del mundo de las Ideas. Se trata de una verdadera dualidad, una verdadera oposición  (diferenciación) entre el mundo de la materia y el mundo del espíritu. Lo que nosotros diríamos,  entre el plano subjetivo de lo simbólico y el plano objetivo de la materia y lo corpóreo. Es una verdadera lucha entre opuestos que nos recuerda la filosofía de Heráclito: “Conviene saber que la guerra es común todas las cosas, y que la justicia es discordia, y que todas las cosas sobrevienen por la discordia y la necesidad”. Durante trece siglos, este gran proyecto del cristianismo plasmado por San Agustín en La Ciudad de Dios va a ser el que va a guiar a Occidente en sus intereses y motivaciones, va a ser la religión la que va a guiar y regular todos los aspectos de la vida cotidiana a golpe de campana de las iglesias y monasterios. Ello supone un largo y lento proceso de diferenciación entre dos planos, y el espiritual dominará el mundo hasta al menos el siglo XIII. El simbolismo cristiano se impondrá hasta entonces, en que las cuestiones del “mundo real” van a entrar en el foco, en el punto de mira de los intereses de la Civilización Occidental.

A lo largo de todos esos siglos, el Cristianismo se fue consolidando e imponiendo, tanto a los invasores bárbaros, algunos ya cristianizados, aunque arrianos (una desviación de la doctrina ortodoxa del cristianismo), como por medio de misioneros que viajaron a pueblos y regiones lejanas a las que consiguieron evangelizar con una sorprendente rapidez, lo que muestra como el Cristianismo era visto finalmente por esos pueblos politeístas, germanos la mayoría de ellos, como una religión superior. Esas invasiones eran en realidad movimientos migratorios que tuvieron lugar, ahora se piensa, por un enfriamiento del clima que empujaron a pueblos del centro de Asia, y el norte y este de Europa, a desplazarse en busca de territorios habitables menos fríos, empujando así a toda una serie de otros pueblos seminómadas a desplazarse a su vez y a entrar en el Imperio Romano. Algunos de ellos, ya situados en las zonas fronterizas del Imperio, habían tenido ya contacto con la cultura romana y se habían cristianizado. Pero ahora invadieron las provincias del Imperio, con toda su familia, carromatos y pertrechos, buscando otras tierras donde establecerse. Allí se amalgamaron con los romanos y se dejaron influenciar por la cultura romana, alterando ésta a su vez y formándose culturas mixtas que reunían aspectos de ambas. Otros pueblos más puramente bárbaros fueron convertidos por la espada, pero, como su principal valor era el poder guerrero, acabaron aceptando el Cristianismo como una religión con un Dios que había hecho superiores a los cristianos en la guerra y los había protegido mejor que a  ellos los suyos. Posteriores invasiones Vikingas y Normandas acabaron también  estableciéndose en diversos lugares de Europa, cristianizándose por fin y aceptando el juego de ser admitidos políticamente como pueblos, reyes y nobleza con el mismo derecho a reconocimiento que otros más antiguos de Europa, aunque en sus inicios fueran meros saqueadores que llevaban la muerte, el terror y la destrucción a los lugares por los que pasaban. Las diferencias entre unos y otros (los que tenían más antigüedad y los que eran más recientes) debieron ser en esta época bastante sutiles, pues todos se dedicaban a guerrear y a saquear. Por fin llegó la época de la Baja Edad Media, y pasado el año mil las cosas comenzaron lentamente a estabilizarse y mejorar. Bajo la iniciativa de la Iglesia y el pueblo, por medio de asambleas, ya a partir del siglo IX se fue consiguiendo reducir el caos, los abusos y atropellos de los que continuamente eran víctimas el pueblo, los campesinos e incluso el clero en los siglos anteriores. Fue la época de la Paz de Dios y la Tregua de Dios, por las que bajo la pena de excomunión se promulgaban en algunos lugares una serie de normas como la inmunidad de las Iglesias y terreno circundante a éstas, la prohibición de hacer la guerra los Sábados y los Domingos (que se extendió poco después a más días de la semana, y más tarde  incluso al Adviento, Cuaresma y Navidad), la protección de los mercados y los mercaderes, etc. Y así  se extendió un fervor popular cristiano hacia los siglos XI y XII, en que el comercio, la industria y las ciudades no se habían desarrollado aún y la sociedad era básicamente rural. Es la época del Arte Románico en toda Europa, y quizás la época en que de una forma más pura se vivió el cristianismo. Nada de esto hubiera sido posible, sin embargo, si no hubiera existido en todos estos siglos un imperio ignorado y olvidado muchas veces por esta parte occidental de Europa, el Imperio Bizantino, la parte Oriental del dividido Imperio Romano, cuya capital era Constantinopla, y que resistió hasta el año 1453, en que dicha ciudad inexpugnable hasta entonces fue tomada por los turcos. Esa parte del Imperio Romano actuó como un tapón impidiendo las invasiones de los pueblos asiáticos y permitiendo a la Europa de esta época, enormemente fraccionada en su poder político, evolucionar a su manera. El otro peligro provenía del Islam, pero también en España comenzó la llamada Reconquista, en que poco a poco los cristianos fueron recuperando terreno a los musulmanes.

Si alguna línea de progreso puede encontrarse en todos estos siglos, es la de consolidación y cada vez más difusión del cristianismo, que, por el contrario del poder político, fue capaz de mantener un orden jerárquico y de llevar a cabo una administración de la Iglesia realmente efectiva, a pesar de la corrupción de los altos cargos de la Iglesia que en una época eran nombrados por los señores feudales o simplemente vendidos al mejor postor (simonía). Había triunfado pues en cierta manera la idea de San Agustín de la Ciudad de Dios. El que piense que todos estos siglos medievales fueron siglos perdidos para el progreso de la ciencia y las ideas, que los hay, quizá no se dan cuenta de la diferencia entre los pueblos cristianos y aquellas tribus que colgaban a los prisioneros de los árboles, se bebían su sangre y se comían su corazón. Es posible que la ciencia tampoco hubiera podido aparecer y desarrollarse en un contexto politeísta como el greco-romano o el de los pueblos bárbaros.

Tras el Cristianismo, la naturaleza quedó en buena medida desacralizada, exorcizada de dioses y espíritus que no eran compatibles con el proceso de abstracción que requería la aparición y desarrollo de la Nueva Ciencia. Para ésta, era indispensable poder tratar a la naturaleza con una asepsia que permitiera la medición, la experimentación y la matematización de los fenómenos, y un paso previo indispensable fue ser capaz de ver la naturaleza como “objeto”, con menos proyecciones subjetivas sobre ella. Es la consecuencia de la diferenciación de los planos “objetivo” y “subjetivo” al que ya habíamos aludido al hablar más arriba sobre San Agustín. Pero ahora, consolidado el plano simbólico-subjetivo-religioso, el mundo occidental entró en un proceso de recuperación del plano causal-objetivo-laico, y ello se inició con la relativa recuperación de la seguridad, la mayor seguridad de los caminos y los viajeros, el aumento del comercio y la artesanía, el resurgir de las ciudades, los grandes mercados, las ferias, etc. El “Mundo”, hasta entonces tan despreciado por la Iglesia, volvía a contar en la vida de los hombres. Ello significó un nuevo cambio de tendencia, una nueva diferenciación, pero ahora protagonizada por lo espacio-temporal. Es muy dudoso pues que la Nueva Ciencia hubiera podido nacer sin este largo e intrincado proceso que tuvo lugar en la Edad Media. Sin una seguridad en la verdadera individualidad del hombre, era imposible que éste se hubiera lanzado hacia unas investigaciones que requerían un nivel de abstracción que hubiera parecido absurdo en épocas anteriores. Hubiera significado algo así como la enajenación de sí mismo, la pérdida del alma. Una excentricidad insoportable en el equilibrio de sí mismo, de su propia psique.

Y esta es la que creemos la verdadera razón por la cual la ciencia se inició en la Europa Cristiana. Las otras culturas no habían padecido el mismo proceso de diferenciación de los dos planos, el ABSOLUTO y el RELATIVO, no habían llegado tan lejos en el campo espirtual, ni llegarían ahora tan abajo en el campo objetivo, en la definitiva desacralización y matematización de la realidad objetiva. La cultura occidental, como ya apuntábamos más arriba, se desenvolvió entre polaridades enemigas las unas de las otras, polos cuyo antagonismo provocaba un dinamismo diferenciador.  

Podemos ver este proceso de “desacralización” de la naturaleza en la “discusión sobre los universales”, que tuvo lugar desde el siglo XI hasta el siglo XIV entre los eruditos de la Baja Edad Media, y que comenzó con Roscelino de Compiègne, y podríamos decir que finalizó con Guillermo de Ockham, ya en el siglo XIV, generalmente en el ámbito de la teología y la cultura eclesiástica. (Ockham murió de la Peste Negra en 1347, Munich). Pero también en el arte podemos seguir esta tendencia en el paso desde las representaciones esquemáticas y simbólicas del Románico a las cada vez más individualizadas y naturalistas del Gótico, en que las figuras ya guardan las proporciones reales y se desenvuelven a veces expresivamente en el espacio como grupos vivientes, en lugar de estar hieráticas y representadas en distintos tamaños según su importancia simbólica. Queda claro que en estos siglos la cultura está evolucionando hacia una representación más “realista” y menos “simbólica” de las cosas. La llegada de la perspectiva, primero con Giotto di Bondone (1266-1337) en la pintura, con la inclusión de espacios arquitectónicos que dan tridimensionalidad a los temas, y ya más adelante en el Renacimiento de forma más científica con Brunelleschi, supondrá un hito más en esta esta tendencia hacia la representación espacio-temporal de la realidad. 

Se considera a Galileo el iniciador práctico del método científico experimental y de la Revolución Científica. En realidad sus primeras investigaciones las veríamos ahora, desde la perspectiva que nos dan más de cuatro siglos de desarrollo de la ciencia, aparentemente muy sencillas. El padre de Galileo era matemático y músico (laudista). Si alguna disciplina artística está relacionada con las matemáticas es la música. Ya Pitágoras relacionó los sonidos de las notas (o intervalos) musicales con las longitudes de las cuerdas que los producían, hallando que correspondían a fracciones con números naturales simples (1/3, 1/2, 2/3, 1/4, etc.). Pero también los griegos habían aplicado la matemática al arte para hallar las proporciones ideales de la figura humana, por ejemplo, e investigado también sobre la proporción áurea o número áureo (la divina proporción), aplicándola también a las proporciones de los templos y edificios. Todo ello resurgió con el Renacimiento. La matemática estaba también muy desarrollada ya que los árabes la habían seguido cultivando.

Pero aquí la novedad fue ser capaz de aplicar la matemática, ya no al arte, sino a la naturaleza, a las cosas físicas. Cuenta la leyenda, que estando oyendo misa Galileo, a la edad de 17 años, en la catedral de Pisa, observó como una corriente de viento hacía oscilar una lámpara que se encontraba suspendida del techo por una larga cuerda. Cuando poco a poco la lámpara disminuía la amplitud de su oscilación Galileo se dio cuenta de que a pesar de ello, en cada oscilación completa de la lámpara, ésta seguía empleando el mismo tiempo en ir de un lado al otro (período), fuera mayor o menor la amplitud de la oscilación. Daba igual que oscilara mucho o poco (más ampliamente o menos), que el tiempo de oscilación era el mismo. Se dice que Galileo llegó a medir ese tiempo valiéndose de su propio pulso. Intrigado, cuando terminó la misa fue a su casa y se puso a experimentar con diversos pesos y longitudes de cuerda para comprobar y medir con mayor exactitud el fenómeno. Había descubierto la ley de isocronía de los péndulos. 

Como vemos, esto no es muy diferente cualitativamente de medir las longitudes de las cuerdas que producen los sonidos musicales de las notas. Pero consideremos el nivel de abstracción que ello requiere. La famosa lámpara de la catedral de Pisa parecería la protagonista del experimento, pero aquí no tiene la menor importancia si era más o menos hermosa, artística, bonita o fea, ni su valor, ni el orfebre que la creó, ni si iluminaba más o menos. La lámpara, considerada ya un objeto, es despojada de todos los atributos que no sean su peso y la longitud de la cuerda de la que cuelga del techo. Y luego es comparada con una serie de artefactos (péndulos) con los que la lámpara no tiene nada que ver excepto por esos dos parámetros. Así y todo, lo ideal sería que en los péndulos la masa (o el peso) estuviera toda concentrada en un solo punto matemático (o el centro de gravedad de una esfera lo más regular y homogénea posible), que sería el que oscila, y la cuerda una simple línea recta ideal de una sola dimensión, que bascularía en un punto ideal de enganche.  Cuanto más se acerque el péndulo a esas condiciones ideales mejor. Por otra parte, aparentemente esta investigación no tiene ningún interés ni utilidad, podría percibirse como una total pérdida de tiempo realizada por un chiflado. Ese es el grado de abstracción al que nos referíamos antes, y que resultaba seguramente inconcebible y absurdo pocos siglos antes, y el causante de que la ciencia se interrumpiera en la antigüedad y no surgiera sino hasta muchos siglos después tras un proceso de diferenciación de los planos subjetivo y objetivo. 

Es muy posible pues que debiéramos considerar los avances científicos de la antigüedad como el máximo que la ciencia pudo dar de sí en un fin de ciclo, y el resurgir de la ciencia un montón de siglos más tarde, no como un fin de ciclo, sino como el inicio de otro nuevo. Ciertamente, nos sorprendemos de un Aristarco de Samos (310 a 230 a. C.) que llegó a concebir la teoría heliocéntrica y el movimiento de rotación de la Tierra, y al igual que Copérnico corrió el riesgo de ser acusado de “impiedad” (la misma acusación que se había hecho a Sócrates). Aristarco y otros astrónomos de la antigüedad llegaron también a calcular los volúmenes y las distancias de la Luna y del Sol, así como el diámetro de la Tierra (lógicamente con errores, pero razonablemente). Fuera como fuere, prevaleció finalmente la teoría Geocéntrica, que, a través de Apolonio e Hiparco fue la que llegó a conocerse más tarde como Sistema Tolemaico, del astrónomo, astrólogo y geógrafo Tolomeo (mediados del siglo II d.C.), y que es la que prevaleció hasta que fue aceptada la concepción de Copérnico. La visión Heliocéntrica no cuajó, y apenas  llegó a ser considerada más allá de una hipótesis o un ejercicio especulativo.

El perfeccionamiento del telescopio por parte de Galileo terminó de afianzar definitivamente la teoría heliocéntrica. Como haría cualquier aficionado a observar el cielo con un juguete nuevo, apuntó hacia la Luna y vio en la zona fronteriza intermedia entre la parte iluminada y la sombreada lo que claramente parecían cordilleras montañosas. También pudo observar las fases de Venus, que se explicaban con mayor precisión desde la teoría heliocéntrica. Y también las manchas solares que giraban con el movimiento de rotación del Sol. Y al observar Júpiter, ¡oh sorpresa!... cuatro puntitos brillantes se desplazaban orbitando a su alrededor, cambiando cada día su posición: eran los satélites de Júpiter más fácilmente visibles, Io, Europa, Ganímedes y Calisto, llamados los Satélites Galileanos. Fueron los primeros objetos celestes observados que no giraban alrededor del Sol ni de la Tierra. La Teoría Heliocéntrica era irrefutable. Y así fue a partir de entonces a pesar de los problemas que tuvo Galileo con la Inquisición. 

viernes, 29 de noviembre de 2019

EL ADVENIMIENTO DE LA PERSPECTIVA


Pocos inventos deben haber influido tanto en la evolución del pensamiento y la visión de las cosas en Occidente como el descubrimiento de la perspectiva y su aplicación en las artes. Tal descubrimiento se produjo en el Renacimiento y se atribuye a Brunelleschi, el famoso arquitecto que construyó la cúpula de la catedral de Florencia, il Duomo. 


"La Trinidad", de Masaccio (fresco en un muro lateral de la Iglesia Santa María la Novella, Florencia, datado entre 1425 y 1428). Se considera uno de las primeras aplicaciones de la perspectiva en la pintura, e incuso se piensa que Brunelleschi tuteló al autor en su creación. 

La importancia de la cuestión estriba en que la perspectiva, a la manera de una fotografía, reproduce la visión que tenemos de las cosas con una objetividad científica. Como la fotografía, se atiene a las leyes físicas que sigue la luz al atravesar una lente, el mismo mecanismo que se produce en nuestros ojos a través del llamado “cristalino”, lente natural que nos permite la visión al enfocarse los rayos de luz procedentes de los objetos en la retina. Aplicado a la reproducción de la realidad sobre un plano (un lienzo, o el soporte que sea en pintura o dibujo), ello reproduce la visión exacta que tenemos del espacio y de los objetos que éste contiene al ser trasladados a un plano. Con ello la pintura sin duda pierde en subjetividad y simbolismo, pero gana enormemente en objetividad. La perspectiva aplicada con rigor exorciza todos los fantasmas y visiones subjetivas distorsionadas que pudiéramos tener de las cosas trasladándonos a su realidad objetiva, científica. Sin duda, antes de su incorporación al arte, las gentes ya se habían ido paulatinamente aproximando a esa visión más real del mundo exterior. Si en la Edad Media la carga del simbolismo (a través de la religión) era inmensa, al penetrar la religión en todos y cada uno de los aspectos de la vida, ya en el siglo XIII el “mundo”, la realidad objetiva exterior, vuelve a penetrar en nuestras vidas a través del interés cada vez mayor en los objetos, el comercio, la artesanía, la economía, que cada vez van cobrando mayor importancia. El remate, la confirmación de este interés por lo externo, como opuesto a lo subjetivo-religioso-interior, es el descubrimiento, la aceptación y utilización de la perspectiva, ese ahuyenta-fantasmas que obliga a colocar cada objeto corpóreo en su lugar en el espacio de visión y con sus correspondientes y verdaderas proporciones y ángulos. De repente, el espacio científico ha desterrado a buena parte de la representación simbólica, que a partir de ahora se las tendrá  que componer para expresarse dentro de él y sus leyes, debiendo forzosamente contar con esa versión objetiva de la realidad. 


                                       "La Ciudad Ideal", Piero della Franchesca

Desde luego, por mucha perspectiva que haya, siempre habrá en la pintura, por ejemplo, una componente irreductible de subjetividad. No hay dos pintores que pinten el mismo tema exactamente igual. Y esa es la potencialidad artística de la pintura. Pero la perspectiva, que se practicó desde entonces preferentemente hasta el siglo XIX, en cuya segunda mitad se volvió otra vez al predominio del subjetivismo, significó en su tiempo un avance en la “verdadera” visión y reproducción de los objetos, realzando su individualidad y aproximándonos a la visión causa-efecto de la naturaleza sin la distorsión de elementos fantásticos que escapan a las coordenadas espacio-temporales (en todo caso, esos elementos fantásticos y simbólicos debían ahora ser reproducidos en el marco de un espacio real). No cabría pues, como en épocas anteriores a la perspectiva, guiarse por una jerarquía conceptual o simbólica (como en la Edad Media), en que los personajes y los temas principales se reproducían en un tamaño mayor según su importancia, por ejemplo Jesucristo y la Virgen María por encima y en un tamaño mayor que los Apóstoles, y éstos por encima de otros Santos, y estos a una escala también mayor que el resto de los personajes que aparecen en la pintura o la escultura (de ahí lo de simbolismo jerárquico). Al representar la perspectiva cada uno de los objetos y personajes en su dimensión real, lógicamente nos aproximamos a la realidad objetiva de las cosas, y esa visión, ese cambio de paradigma, nos acerca mucho más a lo que luego será la Nueva Ciencia, la física, la mecánica, en que se adquirirá la facultad de experimentar científicamente con ellas, realizando mediciones de las que luego se intentarán inferir leyes matemáticas que determinarán su comportamiento (no sólo ya para la perspectiva o en un intento de aplicar la proporción y la matemática al arte).

Al reproducir los objetos y los personajes en un lienzo en sus proporciones reales, tal y como los vemos cotidianamente, ello nos acerca también a una visión real de nosotros mismos como seres individuales. Quiero decir que en la medida en que somos capaces de individualizar más y más a los objetos y personajes que nos rodean, también somos capaces de tomar mayor conciencia de nuestra propia individualidad (y del lugar que ocupamos en el espacio, de quién somos para los demás y para nosotros mismos). Y así lo vemos también en la pintura del Renacimiento, en que cada vez los personajes aparecen con mayor realidad en sus gestualidad y expresiones, representando en cada caso el rol que quiere atribuírseles.

No tardará en aparecer la Teoría Heliocéntrica de Copérnico, según la cual es la Tierra la que gira alrededor del Sol, en lugar de lo que hasta entonces se había creído, que el Sol giraba alrededor de la Tierra. De este modo, la Tierra pierde su lugar como centro del universo para pasar a ser uno de los planetas que giran alrededor del Sol junto a los demás. Este descubrimiento astronómico, cuando se reconoció más tarde, fue la piedra angular de un cambio de paradigma al que llamamos “La Revolucióin Copernicana”. No sólo la Tierra, sino también el Hombre, deja de ocupar su posición central en el Universo. Como en la perspectiva, se pasa de una visión subjetiva de las cosas, centrada en uno mismo, a un modelo RELATIVO del cosmos, en que cada cosa se encuentra en relación individual objetiva respecto a las otras.

domingo, 27 de octubre de 2019

DEL ROMÁNICO AL GÓTICO



Es difícil situarse en una época histórica determinada. Algunas novelas, algunas películas, lo consiguen con cierto éxito. No se trata ya de que no aparezca un teléfono móvil en una película de romanos, o las roderas de un camión en medio del paisaje. Se trata de dar con la clave, el color, la atmósfera, el feeling que pudo haber tenido esa época (intentar aproximarse al inconsciente colectivo que se vivía, que diría Carl G. Jung), tan alejada ya de nosotros y de nuestros días. Son ya los tempos, los ritmos, los gestos de otra época; sus valores, intereses, motivaciones profundas y superficiales; en toda una variopinta gama de individuos y clases o tipos sociales, intrigantes y misteriosos para nosotros, ajenos a nuestro sentir y hacer, a nuestra comprensión.

Sin ir muy lejos en el tiempo, leyendo a Proust, nos damos cuenta de lo lejos que pueden haber quedado de nosotros simplemente cien años (pues Proust nos describe su época desde adentro, desde la mirada de sus propios tics, manías y psicopatías… y de las de los demás: desde el subjetivismo). Si pudiéramos tener un relato así de una  época y un lugar del tiempo de los romanos, o de la Edad Media, sería como poseer un verdadero tesoro histórico (aunque alguna cosa hay, creo). Proust es el meollo de una época, su verdad interior, su psicología y patología, mucho más que una descripción externa. Podemos con él aproximarnos a un viaje real, un verdadero conocimiento de una época. Pero es difícil realizar ese viaje cuando se trata de épocas muy lejanas como la medieval o el Imperio Romano. Si a veces es difícil ya reconstruir las motivaciones, intereses y complejos de nuestros propios padres, de tan solo una generación más allá. ¿Quién que viviera de verdad y auténticamente la época Hippie sería capaz ni tan sólo de hacérsela sentir y comprender a sus hijos? O quién viviera la Guerra Civil española o la segunda guerra mundial… Se requiere una gran motivación para situarse en tales “Tiempos” históricos, un irse aproximando cada vez más, paulatinamente, sabiamente, a un equilibrio de ingredientes, valores y circunstancias que ya no existen. Afortunadamente en muchos casos tenemos la literatura de la época, una gran aportación que debemos encajar hábilmente con todo lo demás, con la poliédrica y en muchos aspectos oculta “verdad” de una época.

Qué ocurrirá entonces si pretendemos situarnos en una época de la humanidad realmente lejana, como por ejemplo la medieval del Gótico o el Románico. Gótico y Románico se encuentran muy diferenciados el uno del otro a pesar de pertenecer ambos a la Baja Edad Media. ¿Pero qué significan esas ampulosas clasificaciones históricas, que nadie de esa época llegó jamás a oír ni a imaginar? A ningún hombre de la Edad Media se le oyó decir jamás que era de la E.M., describirse a sí mismo como de esa época (porque estaban inmersos en ella, ellos mismos eran la Edad Media).

Desde la perspectiva que nos dan los siglos, ahora vemos claramente dos períodos diferenciados en lo que va desde el año 1000 de nuestra era hasta digamos principios del siglo XV, en que se va consolidando lo que en algunos países europeos comienza ya antes como una tendencia humanista que corre paralela a los nuevos descubrimientos geográficos: El Renacimiento. Podríamos decir, con la certeza de la inexactitud que ello conlleva, que los siglos XI y XII se caracterizan por el arte preeminentemente rural que llamamos “Románico”, mientras que los siglos XIII y XIV se caracterizan por un arte y un espíritu mucho más marcado por la influencia urbana de las ciudades que de nuevo recobran su importancia tras un largo periodo de decadencia y despoblación. Aparecen nuevos núcleos de población y crecen las ciudades que ya existían. Por el contrario, el año 1000 es para la Europa Occidental un mundo rural, con las ciudades que habían existido anteriormente en el mundo romano en plena decadencia, con las comunicaciones y rutas que tan eficientes habían sido en el mundo romano para la administración, el comercio y la movilidad del ejército completamente deterioradas o destruidas, dejando  los núcleos de población aislados los unos de los otros, y zonas aún aisladas dentro de sí mismas, propiciando la subsistencia basada en los recursos de la autonomía local a una escala que prácticamente excluía el comercio y el intercambio de bienes. Se consumía lo que se producía en el mismo terruño, y la caza, y los productos agrícolas de la tierra y la ganadería eran prácticamente los únicos bienes disponibles, junto con alguna industria doméstica.

Los dos siglos posteriores al año 1000 se caracterizaron por lo que hemos llamado “Arte Románico”. El aislamiento y la regresión del comercio favorecen la tendencia hacia la interioridad, que en este caso se traduce en la vivencia del sentimiento  religioso introvertido. Las individualidades se disuelven en el sentimiento común que propicia una religión cuyas metas están más allá de este mundo. Un mundo que pierde importancia a los ojos de hombre.  No hay mucho más que hacer que sobrevivir, subsistir y confiar en una vida más allá de la muerte libre de sufrimientos a la diestra de Dios Padre, que perdonará nuestros pecados (nuestra misma imperfecta existencia) y nos acogerá en su seno. Tras las incertidumbres e invasiones que rodearon el cambio de milenio, quizá ésta sea la época en que el Cristianismo es vivido más pura y auténticamente, con mayor intensidad. Y se corresponde con el afianzamiento y triunfo del Cristianismo en toda Europa, incluso en regiones periféricas recientemente evangelizadas y convertidas. No tardará en llegar la reivindicación del Cristianismo frente al mundo exterior, que se traduce en un optimismo y una fiebre religiosa que aspira a recuperar los Santos Lugares, Tierra Santa, que se encuentra en manos de una religión impía. Ello quizá suponga un síntoma de que el Cristianismo se ha consolidado y unificado por fin definitivamente, aun con la carga del reciente paganismo aún muy cercano y vivo en muchos pueblos y regiones, y siente la necesidad de autoafirmarse, no sólo ya ante sí mismo, sino también ante el espejo de otros pueblos y culturas diferentes. Es la época de las cruzadas. Se consolida también el sistema feudal, y el Mundo (Europa Occidental) entra en una cierta estabilidad y equilibrio social (aunque claramente injusto) con tres estamentos sociales principales: guerreros, clérigos y siervos. No es un mundo en paz, pues las guerras de los señores feudales por el territorio y la primacía son continuas, pero seguramente fue mejor que lo que existía en los siglos inmediatamente anteriores. En todo caso, sólo la religión puede proporcionar un alivio de la vida cotidiana, al miedo o la incertidumbre de las enfermedades y epidemias, las malas cosechas o la destrucción arbitraria que propician las guerras. Solo la religión puede proporcionar sentido a un mundo que carece de él. Difícil situarse en ese mundo, encarnado en guerrero, monje, labrador, siervo, miembro de una orden monástica o militar, o ambas cosas a la vez.

Pero con el correr de los siglos se aprecia un cambio. Las ciudades crecen y van tomando cada vez mayor peso frente al mundo rural. Con una mayor paz y seguridad en los caminos el comercio florece y nace una nueva clase: la burguesía. También los artesanos establecidos en las ciudades, espacios de relativa libertad frente al poder feudal, prosperan y se organizan. Y renace un nuevo interés, ahora no ya solo por la religión, por las cosas de Dios, sino también por el mundo. Aun siendo una sociedad volcada en la religión (y también en los valores guerreros por parte de los señores), en un par de siglos a partir del año mil va cambiando la mentalidad (el paradigma) y se hace más abierta, más extrovertida. Si situamos en un eje vertical, arriba los valores guerreros, espirituales y religiosos, y abajo los comerciales, laborales, técnicos e incluso los intelectuales, está muy claro que el Románico se situaría quizá en el punto más alto o extremo de ese eje, y el Gótico habría descendido claramente en buena medida hacia el otro polo, el de la Naturaleza, el mundano, el del pensamiento y el raciocinio, el del goce del cuerpo y de la vida terrenal, el del mundo de los sentidos; hacia lo que la religión hasta hacía poco había despreciado como “Mundo”, uno de los tres “enemigos del alma”, junto al demonio y la carne. Es una tendencia que desembocará en el primer Humanismo, que a mediados del siglo XIV en Italia (Florencia) comenzará a colocar al hombre como centro de todas las cosas frente a la mentalidad teocéntrica anterior. El centro de gravedad de la cultura, visión y espíritu de la  época ha descendido de Dios hacia el hombre, y más adelante seguirá descendiendo más y más hasta situarse en el punto de saturación en que nos encontramos en la actualidad, en que la supremacía, el  dominio y el centro de interés pertenece ya unilateralmente a la técnica, la ciencia, la materia y la economía. Y en el paso del Románico al Gótico, eso que a casi todos nos tocó estudiar en el colegio o el instituto dentro de la asignatura de Historia del Arte, podemos ver el inicio de esa tendencia a descender del centro de gravedad de la cultura, desde su punto más extremo de arriba, correspondiente al espíritu, a la vivencia de Dios y la religión, iniciando un viaje alrededor de los siglos hacia el extremo de abajo, el mundo físico y la materia. No cabe duda de la existencia de ese eje. También podríamos determinarlo entre los polos ESPÍRITU --------------------- MATERIA, o IDEALISMO --------------------- MATERIALISMO en filosofía, aunque nosotros preferimos referirnos a él como la dualidad ABSOLUTO ------------------ RELATIVO.

Sin duda, esos pasos de un escenario histórico a otro, no tienen lugar por una única causa o factor. Es como si un nuevo espíritu descendiera sobre el mundo haciendo cambiar todo a la vez, la vida cotidiana, la filosofía, el pensamiento, las costumbres, las técnicas (agrícolas, de riego, de navegación, etc., en la Edad Media), las comunicaciones, las relaciones sociales, los inventos, los adelantos científicos, las modas, el arte, el comercio, la percepción de la religión, etc., etc., etc., sin que uno de los factores pueda identificarse como la causa que produce el cambio, sino que cada uno y todos influyen y actúan unos sobre otros como mágicamente sin que pueda atribuirse a uno sólo la causa del cambio o la evolución. Todo ello recuerda bastante el pensamiento de Hegel:

“Un río está en constante cambio, pero no por ello deja de ser un río auténtico en cualquiera de sus tramos; lo mismo ocurre con la Historia: fluye como como el curso de un río, pero cada época tiene su contenido y valor histórico…”

“Cada pequeño movimiento del agua en un punto dado del río está en realidad determinado por la caída del agua y por sus remolinos más arriba. Pero también está determinado por las piedras y los meandros del río justo en ese lugar donde tú lo estás mirando… “

“También la historia del pensamiento, o de la razón, se puede comparar con el curso de un río: todos los pensamientos que vienen “manando” de las tradiciones de personas que han vivido antes que tú, y las condiciones materiales que rigen en tu propia época, contribuyen a determinar tu manera de pensar. Por lo tanto no puedes afirmar que una determinada idea sea correcta para siempre. Pero puede ser correcta en la época y lugar en que te encuentras…”

Hegel




Así pues, nos encontramos con la iglesia románica rural del siglo XI, insertada en el campo, con sus gruesos muros necesarios para soportar los amplios arcos de medio punto, que crean tensiones laterales que deben contrarrestarse con los rústicos y macizos contrafuertes en el exterior. Este sistema de construcción no permite grandes aberturas en los muros, por lo que las ventanas son pocas y pequeñas, dejando pasar poca luz. Es un edificio introvertido, orientado hacia su interior en penumbras, que invita al recogimiento y al aislamiento del mundo del exterior, a la vivencia introspectiva de los dogmas y pasajes sagrados de su religión. La realidad externa es dura, incierta, y en el recogimiento del templo tenemos la certeza de que nos espera otra realidad que nos liberará de ésta más allá de la muerte. Y en el templo trascendemos ya nuestra condición temporal poniéndonos en contacto con esa otra realidad. Es una evasión, un consuelo necesario, imprescindible, porque no se puede esperar mucho de este mundo. Y que nos lleva a anticipar, a hacer una ya con nosotros esa ultra realidad, esa vida eterna que nos ha sido prometida y que sustentamos mediante la fe, participando ya en cierta manera a través de ese estado de conciencia que el templo nos induce de esa Realidad prometida, haciendo que se haga real ya aquí, en este mundo. En el ábside se encuentra presidiendo el altar un “Pantocrátor”, representación simbólica, casi esquemática de Cristo sentado en un trono a la manera de un emperador de la época, dentro de una orla en forma de almendra con los símbolos de los Cuatro Evangelistas (Tetramorfo) alrededor: el Águila (San Juan), el Toro (San Lucas), el León (San Marcos) y el Ángel (San Mateo). Todas las paredes y el techo de bóveda están recubiertos de pasajes de las Sagradas Escrituras, sin dejar apenas huecos. Las figuras son toscas, de trazos gruesos y colores brillantes, muy esquemáticas, simbólicas, poco naturalistas, porque de lo que se trata es de imbuir en un pueblo analfabeto en su mayor parte la Historia Sagrada y los dogmas y verdades del Cristianismo. Las pinturas tienen una función didáctica. Esa es la manifestación principal de la arquitectura de esa época, junto con la de los castillos. 


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Muy diferente es ya ciertamente la catedral gótica. El mundo ya ha cambiado en unas cuantas generaciones, los caminos son más seguros y practicables, el comercio y la artesanía han florecido y ha aparecido una nueva clase social, la burguesía, que cada vez desempeña un papel más importante en las ciudades, que a su vez se han ido desarrollando y aumentando en habitantes, emulando ya las ciudades del antiguo Imperio Romano antes de su decadencia, despoblación y abandono. La ciudad, el mundo urbano, con todas las características y cualidades que este implica, mercados, ferias, comercio, artesanía, intercambio de ideas, libertad frente al sistema feudal, participación de esas nuevas clases en las políticas locales, y tantas otras cosas más, constituye ya un mundo diferente frente al mundo casi exclusivamente rural anterior, Es un mundo más extravertido, enfocado hacia la realidad externa. La religión, ocupando aún un lugar preponderante en la vida de los hombres, ya no es lo único que importa. Hay otras cosas. La prosperidad material recobra importancia, y hasta una nueva preocupación por el conocimiento hace su aparición más allá de las abadías y monasterios, proliferando en el siglo XIII cada vez más centros de estudio de diversas ramas (derecho, medicina, teología) algunos precisamente al amparo de las catedrales. El templo que aparece en esta época es muy distinto al Románico. Gracias al arco ojival y la bóveda de crucería la estructura de los edificios y templos se hace más esbelta. Se gana en altura y las ciudades empiezan a competir unas con otras en la construcción de las catedrales más bellas, altas y grandiosas. El nuevo sistema de construcción (ayudándose por esbeltos arbotantes exteriores que refuerzan las columnas y los arcos y que sustituyen los toscos, sólidos y macizos contrafuertes de las iglesias románicas) permite ahora la abertura en las paredes de grandes ventanales que son cubiertos con espléndidas vidrieras coloreadas representando escenas religiosas, a través de las cuales penetra la luz tamizada a raudales, iluminando así los amplios espacios del interior. Se consigue así un juego con la luz y el espacio completamente ajeno a las iglesias románicas. Los robustos muros son sustituidos por esas grandes aberturas que permiten el paso de la luz, y el templo se abre al mundo. Es la forma expresiva del Gótico, inseparable de las transformaciones culturales y sociales que han tenido lugar desde el Románicio.
El espacio y el pensamiento han entrado en la vida de los hombres. Se ha redescubierto a Aristóteles, y Santo Tomás de Aquino lo ha readaptado para el Cristianismo, sustituyendo así hasta cierto punto la influencia omnipresente que el platonismo había tenido desde muchos siglos atrás en la filosofía cristiana a través de San Agustín. Claramente, el centro de gravedad de la cultura ha bajado, en nuestro eje antes considerado, con respecto a la época anterior del arte Románico. La religión ya no se yergue como centro exclusivo alrededor del cual gira toda la actividad cultural. Santo Tomás reclama un lugar para la razón, que forzosamente cree que ha de estar en armonía con los dogmas y doctrinas de la religión, aunque siguiendo un camino autónomo e independiente. 




Pero… ¿eso es bueno o es malo? 



Una observación: hemos empleado aquí términos como "extrovertido" e "introvertido", que originalmente corresponden a la psicología, concretamente a los dos primeros tipos psicológicos planteados por Carl. G. Jung. Ello da que pensar, porque es como aplicar categorías psicológicas al arte y a épocas o períodos históricos. Pero... ¿sería entonces factible hacer una "tipología" de la historia? 



* Foto Iglesia de Sant Climent de Taüll por Alejandro Blanco CC BY 2.0 

domingo, 20 de octubre de 2019

DEMÓCRITO, PARMÉNIDES Y EL BIG-BANG


DEMÓCRITO, PARMÉNIDES Y EL BIG-BANG. (del antiguo NAUTILUS)
 

               Desde hace ya bastantes años, vengo siguiendo, dentro de lo que buenamente es posible entender a personas no especializadas, los avances científicos en materia de cosmología, astrofísica, física de partículas..., es decir, todas esas ramas de la ciencia que se aproximan cada vez más a lo que en filosofía sería la metafísica. Creo que es fundamental que los pensadores de hoy en día tengan una idea lo más fiel posible de las nueva teorías que intentan dar cuenta del comportamiento del mundo físico. La filosofía occidental tuvo que transformarse, hace ya unos siglos, para dar cabida a la "nueva ciencia", la ciencia moderna, caracterizada por la observación de la naturaleza, el método experimental y la matematización de los fenómenos. Copérnico, Galileo y Kepler prepararon el terreno a Newton, pero la cosa no se detuvo ahí, dando paso en nuestros días a la Teoría de la Relatividad de Einstein y a la física cuántica. Pero ¿es posible, para las personas no especializadas, que ni siquiera tenemos una carrera de ciencias, acceder de alguna manera a unas teorías que requieren años y años de arduos estudios a las mentes más dotadas, teorías que se exponen a través de complicadas ecuaciones sobre cuyo significado y traducción para el ámbito del mundo familiar que nos es asequible aún no se han puesto de acuerdo ni siquiera los propios científicos que las crearon? ¿Hasta qué punto la divulgación científica puede acercarnos a los no iniciados a lo que pueda significar la nueva lectura de los procesos y fenómenos observados en la naturaleza? La  Teoría de la Relatividad ya supuso una revolución para nuestra forma clásica de concebir el universo. Pero su descubridor, Einstein, con toda su genialidad no fue capaz de aceptar a su vez las consecuencias que conllevaba la física cuántica para el pensamiento.

                 Hoy, los autores de divulgación científica intentan que seamos capaces de acceder a todas esas paradojas y maravillas cuánticas y relativistas que nos dejan estupefactos al trastocar concepciones sobre el mundo que dábamos como inamovibles y obvias. Una de ellas, sin duda la más popular y difundida, es el mismísimo Big-Bang, la singularidad primordial de la que se originó el universo. Curiosamente,  tanto científicos como filósofos parecen de acuerdo en restar a esta divulgada teoría-idea la importancia  y popularidad que ha adquirido para la gente de a pié. Los científicos no quieren saber nada que huela a metafísica,  ni de lejos: su  método quedaría desvirtuado si dejara paso a conjeturas y especulaciones que van más allá de lo medible y cuantificable. Para ellos el Big-Bang es una teoría cosmológica a la que se ha llegado a través de la aplicación de otras teorías ya probadas experimentalmente, y no pretende jamás ir más allá de la realidad científica (pues ello representaría para ellos una pérdida y menoscabo en términos absolutos). Para los filósofos, el Big-Bang es visto como un atajo pueril en el camino que conduce al absoluto, un recurso cómodo proveniente de un campo técnico-experimental  para no tener que  esforzarse en penetrar en los intrincados devaneos que conducen al SER.

            Sin embargo, los científicos no han tenido nunca reparos en utilizar la antigua terminología griega para sus nuevos conceptos y descubrimientos. Así, el "átomo" (indivisible), término con el que Demócrito y Leucipo designaron a las partículas indivisibles fundamentales que formaban la realidad, ha sido utilizado también por los científicos modernos para dar nombre a lo que ahora conocemos como átomos. De este modo, ello nos transmite la idea errónea de que Demócrito y Leucipo descubrieron ya por aquellos tiempos el átomo, tal y como lo conocemos ahora. Y nada más lejos de la verdad. Mientras los científicos actuales llegaron a postular (y más tarde corroborar experimentalmente la existencia de los átomos a través de la observación empírica del comportamiento de la materia (*), los filósofos griegos llegaron a la conclusión de su existencia a través de lo que podríamos llamar "imperativos filosóficos". Para entender esto último hemos de introducir aquí a otro filósofo griego anterior a estos dos: Parménides de Elea. 


            Parménides llevo a cabo una diferenciación de la reaidad en dos, el Ser y la Nada. El ser estaba constituido por todo aquello que es, o si se quiere, que existe.La Nada, el otro término, estaba constituida por nada. "Sólo el Ser es, el No-Ser no es". Si la Nada no era, en definitiva, sino nada, de ella no podía generarse cosa alguna; de la Nada, nada podía llegar al Ser. Se ha discutido mucho, tanto en los tiempos modernos como en los antiguos, sobre el verdadero significado de la filosofía de Parménides, pero lo que queda claro es que los antiguos que siguieron a Parménides interpretaron la cosa radicalmente, a la tremenda. Si la Nada no existía y sólo existía el Ser, éste forzosamente debía ser inmóvil y eterno (dado como definitivamente resuelto en su perfección), en un sentido drástico y literal; y como todo lo que existía formaba parte del Ser, la conclusión inmediata de todo ésto era que "EL MOVIMIENTO NO EXISTE". Ésto, que puede parecer la mayor tontería para el pensamiento moderno, llevaba de cabeza a los filósofos de aquellos tiempos. En definitiva, yo creo que sucedía lo siguiente: para mantener la necesidad de la existencia de "EL ABSOLUTO" se le atribuían términos y nociones como "inmovilidad" y "eternidad", que si bien eran válidos en un sentido evocador simbólico-subjetivo, no lo eran al ser aplicados en el sentido literal conceptual-ojetivo. Pero muy posiblemente, los griegos de aquella época no eran capaces aún de diferenciar entre ambos aspectos de la realidad (que veían como fundidos en uno sólo). Si se admitía pues el ABSOLUTO en los términos en que lo describía Parménides, ello hacia imposible la existencia de lo RELATIVO, es decir, del cambio, del movimiento, y en general, el mundo cotidiano tal y como estamos acostumbrados a vivirlo. Es a ésto a lo que se ha denominado la "paradoja eleática", pues Parménides era de Elea (colonia griega de la costa Oeste de Italia). 

            Y aquí viene el átomo. Demócrito y Leucipo, como último recurso para admitir la realidad del movimiento, tuvieron que postular unas partículas elementales, invisibles por su pequeñez, los átomos, indivisibles, eternas como el Ser de Parménides, que constituían, no ya el Ser, sino lo Lleno; partículas que se movían a través, no ya de la Nada, sino del Vacío, y que chocaban entre sí y se ordenaban convenientemente para constituir la realidad observable.

            Posteriormente, otros filósofos olvidaron el Ser y olvidaron el átomo, pues planteamientos tan radicales no conducían a nada en una época que carecía de los avances técnicos de la actualidad. Pero la filosofía quedó para siempre polarizada en ABSOLUTO y RELATIVO. Platón, por ejemplo, se emparenta claramente con Parménides. Aristóteles, aunque no atomista, se sitúa más cerca del otro polo, es decir, del mundo físico natural.

            Pero una última reflexión. Si el átomo que plantearon los antiguos filósofos griegos resultó ser más tarde una realidad objetiva demostrada científicamente, ¿por qué no ha de corresponder a la entidad generadora del átomo en filosofía, al Ser de Parménides, también una realidad, objetiva o subjetiva, demostrable o indemostrable, accesible o inaccesible científicamente? ¿És esta realidad el estado del Universo anterior al Gran Estallido?


                                                                              *   *   *

     *    Se puede objetar que el átomo si divide a su vez en partículas subatómicas, de las cuales algunas serían las fundamentales, como los quark y los electrones. Pero ello supone pasar a un nivel de resolución en el que las concepciones de nuestro mundo cotidiano a las que estamos acostumbrados dejan de tener sentido para dar paso a un mundo desconcertante y fantasmagórico. Se puede considerar aún al átomo como la última instancia antes de que el mundo que nos es familiar se diluya. No creo que convenga aquí substituir los átomos como indivisibles por las partículas subatómicas fundamentales.
 
                                                                                                José María Albanell

sábado, 12 de octubre de 2019