Se trata aquí de una cuestión sobre la que aún no se han
puesto de acuerdo los eruditos, los estudiosos de la historia de la ciencia, y
de la historia en general. ¿Qué sentido y significado tiene que, una vez los antiguos
griegos hubieron realizado tales descubrimientos y avances (diríamos hoy en
día) en ciencia, ese “progreso” se detuviera y desapareciera, cayera en el
olvido, en Occidente, para no reaparecer hasta muchos siglos después, ya en
pleno Renacimiento, con las figuras de Copérnico, Galileo, Kepler, Tycho Brahe,
principalmente? ¿Fueron realmente todos esos siglos perdidos, tirados a la
basura de la historia, un retroceso que no aportó nada a la cultura y a la
evolución del mundo? Habrá gente que defienda esta posición radical. La
cuestión es que para pensar de tal manera, es preciso, de entrada, conceder un
valor nulo a todas las transformaciones culturales, ideológicas, sociales y
económicas que supuso el Cristianismo, más allá de los valores espirituales,
subjetivos, ABSOLUTOS, que esta religión pudo aportar a la sociedad de su
tiempo (junto a tantos retrocesos e incongruencias, intolerancia, injusticias y
barbaridades de unos tiempos de por sí salvajes, crueles y bárbaros).
Pero todo ello no implica que el cristianismo no fuera un
poder de transformación (aunque no del todo entendido en su verdadera esencia),
necesario e imprescindible en Occidente para llevar al mundo a un
“Renacimiento”, en todo el significado que ese término implica. Cuando el
Cristianismo, allá por el siglo III, comenzó a pasar de ser perseguido a ser
perseguidor, con el edicto del emperador Constantino que lo protegía y
toleraba como una religión más del Imperio Romano, para convertirse años más
tarde en la única religión oficial con Teodosio I, toda la actividad filosófica
y científica que pudiera quedar a estas alturas en la sociedad romana quedó
detenida en la parte oriental del imperio, Bizancio, y poco después arrasada en
la parte Occidental por la invasión de los pueblos bárbaros, aunque se conservó
en parte tras la invasión del Islam, desarrollándose con arreglo a su idiosincrasia.
Pero la Nueva ciencia no nació en el Islam, aunque este sí
tuvo influencia en la Edad Media en cuanto a la recuperación de la cultura
clásica, los textos de los filósofos antiguos (aunque no los originales), y
sobre todo la recuperación de la astronomía, la astrología, medicina y
matemáticas. No olvidemos que el sistema de numeración que hoy conocemos llegó
a Europa a través de los árabes (el cero, los nueve símbolos numéricos
indo-arábigos y el sistema numérico decimal). Ello fue una contribución
fundamental, ya que la medición y la matematización de los fenómenos está en la
base de lo que luego será la Nueva Ciencia. Los cálculos con números romanos,
por ejemplo, eran mucho menos rápidos, eficientes e intuitivos que los
realizados con el sistema de cifras indo-árabes). Estos símbolos, como su
nombre indica, fueron tomados por los árabes de la cultura india. Pero el caso
es que la Nueva ciencia no surgió y se desarrollo en la India, ni en China, ni
en los países árabes, sino en la Europa Cristiana. ¿Por qué fue así?
Seguramente se podrían encontrar muchas explicaciones
parciales, pero la que las englobaría a todas es que la “cultura occidental” es
la que estaba sometida a unas mayores tensiones transformadoras, por lo que era
la cultura más dinámica de entre las que la rodeaban (la Bizantina, el mundo
árabe), y también de las más lejanas (China, India, etc.). El desprecio del
Cristianismo por el mundo sensible en su búsqueda de un ABSOLUTO, que
trascendiera y estuviera por encima del cuerpo y lo corpóreo, las pasiones, las
cosas de la naturaleza, e incluso los dioses paganos, que eran
identificados y animados a partir de
ella, hicieron de esta religión algo especialmente peculiar. Ya el propio Jesús
se había desvinculado de las cosas del mundo: “Mi Reino no es de este Mundo”
había manifestado, o también “Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que
es de Dios”, diferenciando así el plano espiritual del de la realidad objetiva.
También Tertuliano, uno de los Padres de la Iglesia en los primeros siglos del
Cristianismo había dicho: “Creo porque es absurdo”. No tuvo el cristianismo un
fácil encaje en la cultura griega, por la que se propagó, pero lo sorprendente
es que sí tuvo un encaje intelectual, cosa impensable con los dioses del
panteón griego romano, y otros
importados de otras regiones y países más exóticos, que escapaban a ser
integrados en los esquemas de la filosofía al resultar completamente
irracionales. Este intento de comprensión intelectual del Cristianismo fue la
causa de las primeras divergencias entre las comunidades cristianas de los
`rimeros siglos, que dieron lugar a los primeros concilios y a las primeras
herejías.
Pero es San Agustín, en su obra “La Ciudad de Dios” quien
sienta en el siglo V, poco después del saqueo de Roma por los godos de Alarico,
las bases y el significado de la verdadera visión, el gran proyecto del
cristianismo. Agustín diferencia entre dos ciudades: la Ciudad de Dios y la ciudad
del Mundo. La primera está formada por los fieles, los que ya gozan a la
diestra de Dios padre en el otro mundo, pero también aquellos que en éste están
de paso, peregrinando, para llegar a alcanzar la verdadera perfección y bondad
de los justos, y así hacerse dignos de ser escogidos por Dios para formar parte
de los bienaventurados a los que les está destinado el Cielo, la dicha suprema,
la contemplación de Dios (es aquí interesante destacar la gran abstracción
espiritual y mística que supone el Cielo cristiano en comparación con la mucho
más sensible del Cielo musulmán). La otra Ciudad, la Ciudad del hombre, es la
que está formada por los paganos y los no bautizados, y también todos aquellos
que formando parte de la Iglesia, están dominados por las pasiones y el pecado,
y tienen sus intereses puestos en las cosas y cuestiones de este mundo
imperfecto, olvidando así el interés supremo de poner por encima el amor de
Dios, siguiendo sus leyes y mandamientos, sus enseñanzas, así como el ejemplo
de Cristo, santificándose a los ojos del Señor y ateniéndose siempre a la
verdad revelada. La Ciudad de Dios apunta pues a una comunidad que tiene su
último fin puesto en la salvación y en la consecución de un ABSOLUTO,
anticipado ya en este mundo gracias a la gracia de Dios que les permite vivir
en la espiritualidad. El desprecio de las cosas de este mundo va a ser pues e
medio para escapar al pecado, y alcanzar una condición superior.
Nos encontramos pues como con Platón en su “Teoría de las
Ideas” con la imperfección del mundo sensible frente a la perfección del mundo
de las Ideas. Se trata de una verdadera dualidad, una verdadera oposición (diferenciación) entre el mundo de la materia
y el mundo del espíritu. Lo que nosotros diríamos, entre el plano subjetivo de lo simbólico y el
plano objetivo de la materia y lo corpóreo. Es una verdadera lucha entre
opuestos que nos recuerda la filosofía de Heráclito: “Conviene saber que la
guerra es común todas las cosas, y que la justicia es discordia, y que todas
las cosas sobrevienen por la discordia y la necesidad”. Durante trece siglos,
este gran proyecto del cristianismo plasmado por San Agustín en La Ciudad de
Dios va a ser el que va a guiar a Occidente en sus intereses y motivaciones, va
a ser la religión la que va a guiar y regular todos los aspectos de la vida
cotidiana a golpe de campana de las iglesias y monasterios. Ello supone un
largo y lento proceso de diferenciación entre dos planos, y el espiritual
dominará el mundo hasta al menos el siglo XIII. El simbolismo cristiano se
impondrá hasta entonces, en que las cuestiones del “mundo real” van a entrar en
el foco, en el punto de mira de los intereses de la Civilización Occidental.
A lo largo de todos esos siglos, el Cristianismo se fue
consolidando e imponiendo, tanto a los invasores bárbaros, algunos ya
cristianizados, aunque arrianos (una desviación de la doctrina ortodoxa del
cristianismo), como por medio de misioneros que viajaron a pueblos y regiones
lejanas a las que consiguieron evangelizar con una sorprendente rapidez, lo que
muestra como el Cristianismo era visto finalmente por esos pueblos politeístas,
germanos la mayoría de ellos, como una religión superior. Esas invasiones eran
en realidad movimientos migratorios que tuvieron lugar, ahora se piensa, por un
enfriamiento del clima que empujaron a pueblos del centro de Asia, y el norte y
este de Europa, a desplazarse en busca de territorios habitables menos fríos,
empujando así a toda una serie de otros pueblos seminómadas a desplazarse a su vez
y a entrar en el Imperio Romano. Algunos de ellos, ya situados en las zonas
fronterizas del Imperio, habían tenido ya contacto con la cultura romana y se
habían cristianizado. Pero ahora invadieron las provincias del Imperio, con
toda su familia, carromatos y pertrechos, buscando otras tierras donde
establecerse. Allí se amalgamaron con los romanos y se dejaron influenciar por
la cultura romana, alterando ésta a su vez y formándose culturas mixtas que
reunían aspectos de ambas. Otros pueblos más puramente bárbaros fueron
convertidos por la espada, pero, como su principal valor era el poder guerrero,
acabaron aceptando el Cristianismo como una religión con un Dios que había
hecho superiores a los cristianos en la guerra y los había protegido mejor que a
ellos los suyos. Posteriores invasiones
Vikingas y Normandas acabaron también
estableciéndose en diversos lugares de Europa, cristianizándose por fin y
aceptando el juego de ser admitidos políticamente como pueblos, reyes y nobleza
con el mismo derecho a reconocimiento que otros más antiguos de Europa, aunque
en sus inicios fueran meros saqueadores que llevaban la muerte, el terror y la
destrucción a los lugares por los que pasaban. Las diferencias entre unos y
otros (los que tenían más antigüedad y los que eran más recientes) debieron ser
en esta época bastante sutiles, pues todos se dedicaban a guerrear y a saquear.
Por fin llegó la época de la Baja Edad Media, y pasado el año mil las cosas
comenzaron lentamente a estabilizarse y mejorar. Bajo la iniciativa de la
Iglesia y el pueblo, por medio de asambleas, ya a partir del siglo IX se fue
consiguiendo reducir el caos, los abusos y atropellos de los que continuamente
eran víctimas el pueblo, los campesinos e incluso el clero en los siglos
anteriores. Fue la época de la Paz de Dios y la Tregua de Dios, por las que
bajo la pena de excomunión se promulgaban en algunos lugares una serie de
normas como la inmunidad de las Iglesias y terreno circundante a éstas, la
prohibición de hacer la guerra los Sábados y los Domingos (que se extendió poco
después a más días de la semana, y más tarde
incluso al Adviento, Cuaresma y Navidad), la protección de los mercados
y los mercaderes, etc. Y así se extendió
un fervor popular cristiano hacia los siglos XI y XII, en que el comercio, la
industria y las ciudades no se habían desarrollado aún y la sociedad era
básicamente rural. Es la época del Arte Románico en toda Europa, y quizás la
época en que de una forma más pura se vivió el cristianismo. Nada de esto
hubiera sido posible, sin embargo, si no hubiera existido en todos estos siglos
un imperio ignorado y olvidado muchas veces por esta parte occidental de
Europa, el Imperio Bizantino, la parte Oriental del dividido Imperio Romano,
cuya capital era Constantinopla, y que resistió hasta el año 1453, en que dicha
ciudad inexpugnable hasta entonces fue tomada por los turcos. Esa parte del
Imperio Romano actuó como un tapón impidiendo las invasiones de los pueblos
asiáticos y permitiendo a la Europa de esta época, enormemente fraccionada en
su poder político, evolucionar a su manera. El otro peligro provenía del Islam,
pero también en España comenzó la llamada Reconquista, en que poco a poco los
cristianos fueron recuperando terreno a los musulmanes.
Si alguna línea de progreso puede encontrarse en todos estos
siglos, es la de consolidación y cada vez más difusión del cristianismo, que,
por el contrario del poder político,
fue capaz de mantener un orden jerárquico y de llevar a cabo una administración
de la Iglesia realmente efectiva, a pesar de la corrupción de los altos cargos
de la Iglesia que en una época eran nombrados por los señores feudales o
simplemente vendidos al mejor postor (simonía). Había triunfado pues en cierta
manera la idea de San Agustín de la Ciudad de Dios. El que piense que todos
estos siglos medievales fueron siglos perdidos para el progreso de la ciencia y
las ideas, que los hay, quizá no se dan cuenta de la diferencia entre los
pueblos cristianos y aquellas tribus que colgaban a los prisioneros de los
árboles, se bebían su sangre y se comían su corazón. Es posible que la ciencia
tampoco hubiera podido aparecer y desarrollarse en un contexto politeísta como
el greco-romano o el de los pueblos bárbaros.
Tras el Cristianismo, la naturaleza quedó en buena medida
desacralizada, exorcizada de dioses y espíritus que no eran compatibles con el
proceso de abstracción que requería la aparición y desarrollo de la Nueva
Ciencia. Para ésta, era indispensable poder tratar a la naturaleza con una asepsia
que permitiera la medición, la experimentación y la matematización de los
fenómenos, y un paso previo indispensable fue ser capaz de ver la naturaleza
como “objeto”, con menos proyecciones subjetivas sobre ella. Es la consecuencia
de la diferenciación de los planos “objetivo” y “subjetivo” al que ya habíamos
aludido al hablar más arriba sobre San Agustín. Pero ahora, consolidado el
plano simbólico-subjetivo-religioso, el mundo occidental entró en un proceso de
recuperación del plano causal-objetivo-laico, y ello se inició con la relativa
recuperación de la seguridad, la mayor seguridad de los caminos y los viajeros,
el aumento del comercio y la artesanía, el resurgir de las ciudades, los
grandes mercados, las ferias, etc. El “Mundo”, hasta entonces tan despreciado
por la Iglesia, volvía a contar en la vida de los hombres. Ello significó un
nuevo cambio de tendencia, una nueva diferenciación, pero ahora protagonizada
por lo espacio-temporal. Es muy dudoso pues que la Nueva Ciencia hubiera podido
nacer sin este largo e intrincado proceso que tuvo lugar en la Edad Media. Sin
una seguridad en la verdadera individualidad del hombre, era imposible que éste
se hubiera lanzado hacia unas investigaciones que requerían un nivel de
abstracción que hubiera parecido absurdo en épocas anteriores. Hubiera
significado algo así como la enajenación de sí mismo, la pérdida del alma. Una
excentricidad insoportable en el equilibrio de sí mismo, de su propia psique.
Y esta es la que creemos la verdadera razón por la cual la ciencia se inició en la Europa Cristiana. Las otras culturas no habían padecido el mismo proceso de diferenciación de los dos planos, el ABSOLUTO y el RELATIVO, no habían llegado tan lejos en el campo espirtual, ni llegarían ahora tan abajo en el campo objetivo, en la definitiva desacralización y matematización de la realidad objetiva. La cultura occidental, como ya apuntábamos más arriba, se desenvolvió entre polaridades enemigas las unas de las otras, polos cuyo antagonismo provocaba un dinamismo diferenciador.
Podemos ver este proceso de “desacralización” de la naturaleza en la “discusión sobre los universales”, que tuvo lugar desde el siglo XI hasta el siglo XIV entre los eruditos de la Baja Edad Media, y que comenzó con Roscelino de Compiègne, y podríamos decir que finalizó con Guillermo de Ockham, ya en el siglo XIV, generalmente en el ámbito de la teología y la cultura eclesiástica. (Ockham murió de la Peste Negra en 1347, Munich). Pero también en el arte podemos seguir esta tendencia en el paso desde las representaciones esquemáticas y simbólicas del Románico a las cada vez más individualizadas y naturalistas del Gótico, en que las figuras ya guardan las proporciones reales y se desenvuelven a veces expresivamente en el espacio como grupos vivientes, en lugar de estar hieráticas y representadas en distintos tamaños según su importancia simbólica. Queda claro que en estos siglos la cultura está evolucionando hacia una representación más “realista” y menos “simbólica” de las cosas. La llegada de la perspectiva, primero con Giotto di Bondone (1266-1337) en la pintura, con la inclusión de espacios arquitectónicos que dan tridimensionalidad a los temas, y ya más adelante en el Renacimiento de forma más científica con Brunelleschi, supondrá un hito más en esta esta tendencia hacia la representación espacio-temporal de la realidad.
Se considera a Galileo el iniciador práctico del método científico experimental y de la Revolución Científica. En realidad sus primeras investigaciones las veríamos ahora, desde la perspectiva que nos dan más de cuatro siglos de desarrollo de la ciencia, aparentemente muy sencillas. El padre de Galileo era matemático y músico (laudista). Si alguna disciplina artística está relacionada con las matemáticas es la música. Ya Pitágoras relacionó los sonidos de las notas (o intervalos) musicales con las longitudes de las cuerdas que los producían, hallando que correspondían a fracciones con números naturales simples (1/3, 1/2, 2/3, 1/4, etc.). Pero también los griegos habían aplicado la matemática al arte para hallar las proporciones ideales de la figura humana, por ejemplo, e investigado también sobre la proporción áurea o número áureo (la divina proporción), aplicándola también a las proporciones de los templos y edificios. Todo ello resurgió con el Renacimiento. La matemática estaba también muy desarrollada ya que los árabes la habían seguido cultivando.
Pero aquí la novedad fue ser capaz de aplicar la matemática,
ya no al arte, sino a la naturaleza, a las cosas físicas. Cuenta la leyenda,
que estando oyendo misa Galileo, a la edad de 17 años, en la catedral de Pisa,
observó como una corriente de viento hacía oscilar una lámpara que se
encontraba suspendida del techo por una larga cuerda. Cuando poco a poco la
lámpara disminuía la amplitud de su oscilación Galileo se dio cuenta de que a
pesar de ello, en cada oscilación completa de la lámpara, ésta seguía empleando
el mismo tiempo en ir de un lado al otro (período), fuera mayor o menor la amplitud de la
oscilación. Daba igual que oscilara mucho o poco (más ampliamente o menos), que
el tiempo de oscilación era el mismo. Se dice que Galileo llegó a medir ese
tiempo valiéndose de su propio pulso. Intrigado, cuando terminó la misa fue a
su casa y se puso a experimentar con diversos pesos y longitudes de cuerda para
comprobar y medir con mayor exactitud el fenómeno. Había descubierto la ley de
isocronía de los péndulos.
Como vemos, esto no es muy diferente cualitativamente de medir las longitudes de las cuerdas que producen los sonidos musicales de las notas. Pero consideremos el nivel de abstracción que ello requiere. La famosa lámpara de la catedral de Pisa parecería la protagonista del experimento, pero aquí no tiene la menor importancia si era más o menos hermosa, artística, bonita o fea, ni su valor, ni el orfebre que la creó, ni si iluminaba más o menos. La lámpara, considerada ya un objeto, es despojada de todos los atributos que no sean su peso y la longitud de la cuerda de la que cuelga del techo. Y luego es comparada con una serie de artefactos (péndulos) con los que la lámpara no tiene nada que ver excepto por esos dos parámetros. Así y todo, lo ideal sería que en los péndulos la masa (o el peso) estuviera toda concentrada en un solo punto matemático (o el centro de gravedad de una esfera lo más regular y homogénea posible), que sería el que oscila, y la cuerda una simple línea recta ideal de una sola dimensión, que bascularía en un punto ideal de enganche. Cuanto más se acerque el péndulo a esas condiciones ideales mejor. Por otra parte, aparentemente esta investigación no tiene ningún interés ni utilidad, podría percibirse como una total pérdida de tiempo realizada por un chiflado. Ese es el grado de abstracción al que nos referíamos antes, y que resultaba seguramente inconcebible y absurdo pocos siglos antes, y el causante de que la ciencia se interrumpiera en la antigüedad y no surgiera sino hasta muchos siglos después tras un proceso de diferenciación de los planos subjetivo y objetivo.
Como vemos, esto no es muy diferente cualitativamente de medir las longitudes de las cuerdas que producen los sonidos musicales de las notas. Pero consideremos el nivel de abstracción que ello requiere. La famosa lámpara de la catedral de Pisa parecería la protagonista del experimento, pero aquí no tiene la menor importancia si era más o menos hermosa, artística, bonita o fea, ni su valor, ni el orfebre que la creó, ni si iluminaba más o menos. La lámpara, considerada ya un objeto, es despojada de todos los atributos que no sean su peso y la longitud de la cuerda de la que cuelga del techo. Y luego es comparada con una serie de artefactos (péndulos) con los que la lámpara no tiene nada que ver excepto por esos dos parámetros. Así y todo, lo ideal sería que en los péndulos la masa (o el peso) estuviera toda concentrada en un solo punto matemático (o el centro de gravedad de una esfera lo más regular y homogénea posible), que sería el que oscila, y la cuerda una simple línea recta ideal de una sola dimensión, que bascularía en un punto ideal de enganche. Cuanto más se acerque el péndulo a esas condiciones ideales mejor. Por otra parte, aparentemente esta investigación no tiene ningún interés ni utilidad, podría percibirse como una total pérdida de tiempo realizada por un chiflado. Ese es el grado de abstracción al que nos referíamos antes, y que resultaba seguramente inconcebible y absurdo pocos siglos antes, y el causante de que la ciencia se interrumpiera en la antigüedad y no surgiera sino hasta muchos siglos después tras un proceso de diferenciación de los planos subjetivo y objetivo.
Es muy posible pues que debiéramos considerar los avances
científicos de la antigüedad como el máximo que la ciencia pudo dar de sí en un
fin de ciclo, y el resurgir de la ciencia un montón de siglos más tarde, no
como un fin de ciclo, sino como el inicio de otro nuevo. Ciertamente, nos
sorprendemos de un Aristarco de Samos (310 a 230 a. C.) que llegó a concebir la
teoría heliocéntrica y el movimiento de rotación de la Tierra, y al igual que Copérnico
corrió el riesgo de ser acusado de “impiedad” (la misma acusación que se había
hecho a Sócrates). Aristarco y otros astrónomos de la antigüedad llegaron también
a calcular los volúmenes y las distancias de la Luna y del Sol, así como el
diámetro de la Tierra (lógicamente con errores, pero razonablemente). Fuera
como fuere, prevaleció finalmente la teoría Geocéntrica, que, a través de
Apolonio e Hiparco fue la que llegó a conocerse más tarde como Sistema Tolemaico,
del astrónomo, astrólogo y geógrafo Tolomeo (mediados del siglo II d.C.), y que
es la que prevaleció hasta que fue aceptada la concepción de Copérnico. La visión
Heliocéntrica no cuajó, y apenas llegó a
ser considerada más allá de una hipótesis o un ejercicio especulativo.
El perfeccionamiento del telescopio por parte de Galileo
terminó de afianzar definitivamente la teoría heliocéntrica. Como haría
cualquier aficionado a observar el cielo con un juguete nuevo, apuntó hacia la
Luna y vio en la zona fronteriza intermedia entre la parte iluminada y la
sombreada lo que claramente parecían cordilleras montañosas. También pudo
observar las fases de Venus, que se explicaban con mayor precisión desde la
teoría heliocéntrica. Y también las manchas solares que giraban con el
movimiento de rotación del Sol. Y al observar Júpiter, ¡oh sorpresa!... cuatro puntitos
brillantes se desplazaban orbitando a su alrededor, cambiando cada día su
posición: eran los satélites de Júpiter más fácilmente visibles, Io, Europa,
Ganímedes y Calisto, llamados los Satélites Galileanos. Fueron los primeros
objetos celestes observados que no giraban alrededor del Sol ni de la Tierra. La
Teoría Heliocéntrica era irrefutable. Y así fue a partir de entonces a pesar de
los problemas que tuvo Galileo con la Inquisición.
No hay comentarios:
Publicar un comentario