REALIDADES MÚLTIPLES. (del antiguo Nautilus)
¿Tiene
cada época histórica un espíritu que la caracteriza, una atmósfera irrepetible
que la envuelve y da color y sentido a sus acontecimientos y manifestaciones,
obsesiones y esperanzas, pecados y virtudes, vivencias y supervivencias,
heroicidades y absurdas mezquindades?
Si es así,
la idea de los "paradigmas", que Kuhn ha aplicado a la historia y
evolución de la ciencia, no se restringiría tan sólo al ámbito científico, sino
que se extendería a todos y cada uno de los aspectos de la cultura en un determinado
"tiempo" (incluido, por supuesto, los de la vida cotidiana).
A lo largo
del siglo XVII, tras las variadas y múltiples tendencias que florecieron
durante la expansión renacentista, el pensamiento se va definiendo y plasmando
alrededor de una serie de figuras que se centran en la investigación empírica y
experimental de la naturaleza.
Por
primera vez en muchos siglos se utiliza en la exploración de la naturaleza una
herramienta racionalmente pura, desprovista de la contaminación de todo
contenido simbólico: el número. No hay una gran diferencia entre el
descubrimiento realizado por Pitágoras de que las notas musicales corresponden
a razones numéricas simples entre las longitudes de la cuerda que las produce y
las relaciones numéricas que Galileo encontró entre el espacio recorrido y el
tiempo transcurrido para el movimiento del péndulo o la caída libre de los
cuerpos. Pero se da entre ellos una diferencia fundamental: Pitágoras reconocía
el valor numinoso o simbólico de los números, mientras que Galileo lo pudo
ignorar totalmente. Tras un milenio y medio de cristianismo, los dioses habían
dejado paso a un sólo Dios, y todo lo numinoso podía en última instancia ser atribuido
al Ser Supremo. El cuatro, pues, era el cuatro, que no la Tétrada pitagórica; y
el dos el dos, que no la Díada; y el diez el diez, que no la Década; y el Uno
en uno, y no más. Con el aspecto únicamente dimensional del número, se pudo a
la larga llevar a cabo un vaciado de contenido simbólico total de la naturaleza
(aunque ni Galileo, ni Kepler, ni aún el mismo Newton, llegaron a conseguirlo
completamente).
Esta nueva
tendencia es la que da ánimos a Descartes para desembarazarse de los antiguos
conceptos y nociones aristotélicas de la escolástica (preñadas aún de contenido
anímico-simbólico), a la que rechazó globalmente, y a Locke a sentar las bases
de lo que luego sería el "empirismo inglés".
Hoy en
día, sin duda, nos encontramos en una coyuntura que en nada desmerece a esos
primeros pasos mágicos de nuestros primeros científicos, a través de los cuales
fueron haciéndose conscientes de que la matemática y la geometría no eran tan
sólo construcciones abstractas creadas por el pensamiento, sino que además
constituían leyes que regían el comportamiento del mundo natural: que no eran
tan sólo invenciones de la mente humana (o manifestaciones de la divina), sino
que también se encontraban dadas afuera, constituyendo el mundo físico
exterior.
En los
siglos posteriores, el papel de las matemáticas en el estudio de la naturaleza
se hizo cada vez más imprescindible y fundamental, hasta el punto de hoy en día
en el que, en la investigación de la física de partículas subatómicas, se han
hecho tan exclusivamente determinantes que llegan a hacernos creer que el mundo
está constituido por relaciones numéricas que de alguna manera han venido al
ser.
¿Pero
puede llegarse a pensar, como algún científico de gran relevancia ha
manifestado, en un Dios matemático creador del Universo? ¿Pueden las
matemáticas tal como las entendemos dar cuenta total y definitiva de todo lo
que acontece?
Quizás el
primer límite impuesto a las matemáticas como herramienta de investigación de
la naturaleza fue el "principio de indeterminación" de Heisenberg,
pilar fundamental de la física cuántica, según el cual no puede calcularse con
exactitud la velocidad y la posición de una partícula al mismo tiempo. Ello,
por sí sólo, destruye la imagen idealizada que nos había dado la física clásica
de un mundo determinista, cuya máxima expresión es la famosa convicción de
Laplace: si en un momento dado pudiéramos conocer con exactitud el estado del
universo, seríamos capaces de determinar también como sería éste en un instante
futuro.
Pero,
junto al principio de indeterminación, no deja de ser menos chocante y
sorprendente la paradoja cuántica de las "realidades múltiples",
tanto más si consideramos que constituye la alternativa interpretativa más
coherente, simple y natural para comprender como funciona y se desenvuelve el
mundo a nivel cuántico.
Partamos
de un determinado estado cuántico del universo. Según pensaba Laplace, a partir
de tal estado deberíamos ser capaces de predecir el estado cuántico en un
momento futuro (ello con la salvedad de que, en el mundo cuántico, pasado y
futuro no tienen el sentido que les atribuimos ordinariamente, considerándose
reversible la dirección de la flecha delo tiempo -simetría temporal-). Pero
ello no es así, pues a cada interacción cuántica no corresponde una sola alternativa de la realidad, sino varias, sin que haya nada ni nadie, al margen
del azar y de la probabilidad, capaz de predecir cuál será la resultante. Esta
teoría de los universos múltiples puede representarse también en forma de
árbol. El tronco, que correspondería a un universo particular se subdividiría
entonces en diversas ramas, y éstas a su vez en otras, y así sucesivamente,
siendo el tronco a su vez una rama más de otro árbol... y así hasta el infinito.
Hay científicos que incluso han llegado a imaginar para cada alternativa
cuántica posible un universo real distinto, igualmente válido. De este modo,
podemos imaginar que mientras en un universo estamos lavando los platos, en
otro paralelo igualmente real, aunque inconexo, estamos leyendo el periódico.
Pero esta
interpretación, que puede ser simpática para dos, tres, quizá cuatro universos
paralelos, e incluso un buen estímulo para los relatos de ciencia ficción, se
convierte en totalmente absurda, por indemostrable que sea científicamente lo
contrario, si pensamos en la infinita cantidad de universos paralelos reales
que estarían coexistiendo independientemente.
Llegados a
este punto, parece incluso más plausible introducir un principio acausal (no
causal) que nos ayude a hilvanar las sucesivas alternativas cuánticas que de
hecho tienen lugar, descartando las otras alternativas, posibles científicamente,
pero quien sabe si simbólicamente no óptimas o armónicamente inadecuadas, que
empecinarse en que la matemática aplicada a la física agota todos los aspectos
posibles de comprender el orden del universo. Es aplicar simplemente la navaja
de Occam, y optar por la sencillez. Es como si los números, que han determinado
la evolución de Occidente durante varios siglos, nos estuvieran diciendo:
"Hasta aquí podemos llegar, éste es nuestro límite. Para saber más, buscar
por otro lado."
No estaría
pues de más, que con infinito cuidado y prudencia, comenzáramos a considerar la
otra vertiente de la realidad, la acausal-simbólico-interna-subjetiva, como
opuesta a la causal-conceptual-externa-objetiva. Prevemos, sin embargo, que no
será ésta una posición fácil de mantener.
José María
Albanell